jueves, 3 de junio de 2010

El Vagabundo

Un nuevo torrente de placer empolvado, seguido de un profundo escozor en el interior de su tabique nasal recorrió la cabeza del vagabundo cuando terminó de esnifar la cocaína.

Exhalando un suspiro de alivio, dejó caer su dolorida espalda contra la pared y agachó la cabeza, cerrando los ojos, sintiendo cómo el tan ansiado efecto de la droga penetraba en su cerebro y transformaba sus percepciones, deshaciendo las formas de los edificios de su alrededor, confundiendo las formas de la gente que pasaba ante él y dejaban de vez en cuando caer algo de calderilla en su improvisado cenicero, hecho a partir de una lata vieja de un refresco cuyo nombre se había descolorido bajo la influencia del inclemente sol.

Poco a poco, fue resbalándose hasta quedar tumbado sobre su ajada manta. Sus cabellos enfermos, largos por el descuido, grises por la edad, se dejaban esparcir por el tetrabrick deformado que hacía las veces de almohada. Sus ojos se perdieron en un universo de recuerdos confusos y realidades distorsionadas. Su boca mediodesdentada, entreabierta, dejó escapar un tenue hilillo de saliva que recorrió cada una de las arrugas de sus mejillas que el tiempo inclemente había cincelado a golpe de lluvias incesantes, vientos erosivos, calores abrasadores y ventiscas heladas.

El tiempo pasaba, como una mota de polvo transportada por el viento, con sus bruscos cambios de velocidad y dirección. El vagabundo seguía sumido en aquella semiinconsciencia que paliaba virtualmente los estragos mentales de la soledad y el hambre.

Sin saber cómo, ni cuándo, ni mucho menos por qué, una lengua áspera y húmeda le arrancó del ensoñamiento al que se estaba rindiendo. El perro había vuelto. Tardó varios minutos en reconocerlo, pues la cocaína aún no había abandonado el cerebro del vagabundo. Y sólo otros varios minutos después, cuando los efectos terminaban por disiparse, logró percatarse de que el lanudo cánido le empujaba con el hocico un pequeño paquete envuelto en papel de regalo rojo. Expulsaba reflejos escarlata al contacto con la amarillenta luz de la farola.

-¿Qué me traes aquí, colega? -consiguió articular con la voz pastosa y la garganta podrida. El perro insistió, acercándole el paquete- Vale, vale, como quieras, amiguito. Pero luego tienes que decirme de dónde lo has sacado, ¿me has oido?

Con las manos temblorosas, deshizo uno de los lazos del paquete.

viernes, 28 de mayo de 2010

La Chica

Los pasos de la chica resonaban con un eco triste por las callejuelas nocturnas de la Ciudad. En un pausado caminar, evitaba los eventuales círculos de luz amarillenta que proyectaban las farolas que aún no habían sido fundidas por las bandas de jóvenes gamberros que últimamente habían hecho acto de presencia en el Barrio.

La chica seguía avanzando sin rumbo fijo, con la cabeza gacha, las blancas manos agarradas entre ellas a la espalda. No emitía sonido alguno; su respiración se acompasaba a los pasos. Se envolvía en un triste silencio, protegiéndose, arropándose.

De vez en cuando, una lágrima escapaba de su ojo, recorría con parsimonia su mejilla y acababa en la comisura de sus labios. El sabor salado inundaba su boca.

De pronto, un sonido rasgó la calma de la noche. Una guitarra cantaba armoniosamente desde la oscuridad de un edificio abandonado. La acompañaba una voz masculina. La voz se presentaba solitaria. Triste, también. La oscuridad exterior, sin embargo, parecía no afectarle, creando la voz misma un halo de luz invisible que envolvía suavemente los límites del edificio.

La chica se detuvo en el lugar desde el que oía la voz. Quedó atrapada por las notas de la guitarra. Los acordes le hacían promesas de una situación mejor, de una vida repleta de felicidad. Por encima de todo, promesas de amor.

Casi involuntaria mente, los pies de la chica tomaron la dirección hacia la casa. El corazón le latía con más fuerza cuanto más se acercaba al lugar desde el que provenía la voz. Poco después, se encontró ante la fachada del edificio; un antiguo Ayuntamiento, de la época en la que el Barrio no había sido engullido aún por los límites de Alopecta.

Su mano temblando, la dirigió hacia la puerta. Con un chirriante ruido de bisagras, abrió la puerta.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Aquí estoy yo mismo

Estoy intentando -de verdad- esto de volver a escribir -y qué raro, también de verdad, que coincida con la época de exámenes-. La verdad es que aún me encuentro un tanto atontado en relación al tema, diversos problemas, tanto personales externos como internos me han quitado las ganas de sentarme ante el ordenador y dejar que mis dedos se deslicen sobre el teclado para acabar escribiendo truños tan grandes como los que tengo en mente -y son grandes. Mucho-.

De todas formas, y como soy cabezón -literal y figuradamente-, aquí estoy, junto a mi amigo Dómine C., a la cabeza de este periódico mental que he decidido crear. Espero que dure mucho, que ya me conozco yo cómo se me dan estas cosas.

Y para no dejar a quien me lea con la miel en los labios, aquí copypasteo un... llamémosle "experimento" que perpetré con diurnidad y alevosía en cinco minutos en los ordenadores de la universidad.

La La La

La La La Berinto de emociones sesgadas de la consciencia ininterrumpida.
Tu Tu Tu Ristas ruidosos en el corazón enamorado. De los mil miles mil-liones de ojos hermosos que observan pasivos.
Me Me Me Cenas de arte insulso y vacío. De vida cristalina. Frágil.
Fri Fri Frí O palpitar de vehículos insomnes. Las venas de la ciudad se resienten.
Gor Gor Gor Jeo de garganta ahogada. Fluye, eterno. Se condensa en el Infierno.
P.D.: Perdón por el escape de pinza. En serio, sólo es un experimento.

lunes, 24 de mayo de 2010

Bienvenidos a Alopecta


Alopecta se yergue. Altiva. Fría. Dura.

Observa.

Me siento en la azotea. Alopecta me acompaña. Sus calles. Su olor. Su gente.

Noto la fresca brisa nocturna acariciándome el rostro. Cierro los ojos. Me dejo mecer por el susurro del viento. Sonrío.

Me levanto trabajosamente. Un grito femenino emerge desde el fondo del callejón. Prefiero no asomarme.

Me doy la vuelta. Vuelvo a la calle. Alopecta me acompaña. Sus farolas. Sus aceras.

Cruzo una calle. Doblo una esquina. Salto a un mendigo. Varios metros más allá, un grupo de jóvenes se pelea en mitad de un corro. Un coche de policía se dirige allí a dispersar a la multitud. Alopecta ruge en las sirenas del coche.

Me enfundo en mi gabardina. Sigo caminando. Una pareja embriagada de amor se tambalea de farola en farola, de portal en portal. Un niño solitario encuentra una moneda en el suelo. Alopecta tintinea en la manita del niño.

Se hace tarde. Me fundo con la oscuridad. Me fundo con Alopecta.

Bienvenidos a mi ciudad.