viernes, 28 de mayo de 2010

La Chica

Los pasos de la chica resonaban con un eco triste por las callejuelas nocturnas de la Ciudad. En un pausado caminar, evitaba los eventuales círculos de luz amarillenta que proyectaban las farolas que aún no habían sido fundidas por las bandas de jóvenes gamberros que últimamente habían hecho acto de presencia en el Barrio.

La chica seguía avanzando sin rumbo fijo, con la cabeza gacha, las blancas manos agarradas entre ellas a la espalda. No emitía sonido alguno; su respiración se acompasaba a los pasos. Se envolvía en un triste silencio, protegiéndose, arropándose.

De vez en cuando, una lágrima escapaba de su ojo, recorría con parsimonia su mejilla y acababa en la comisura de sus labios. El sabor salado inundaba su boca.

De pronto, un sonido rasgó la calma de la noche. Una guitarra cantaba armoniosamente desde la oscuridad de un edificio abandonado. La acompañaba una voz masculina. La voz se presentaba solitaria. Triste, también. La oscuridad exterior, sin embargo, parecía no afectarle, creando la voz misma un halo de luz invisible que envolvía suavemente los límites del edificio.

La chica se detuvo en el lugar desde el que oía la voz. Quedó atrapada por las notas de la guitarra. Los acordes le hacían promesas de una situación mejor, de una vida repleta de felicidad. Por encima de todo, promesas de amor.

Casi involuntaria mente, los pies de la chica tomaron la dirección hacia la casa. El corazón le latía con más fuerza cuanto más se acercaba al lugar desde el que provenía la voz. Poco después, se encontró ante la fachada del edificio; un antiguo Ayuntamiento, de la época en la que el Barrio no había sido engullido aún por los límites de Alopecta.

Su mano temblando, la dirigió hacia la puerta. Con un chirriante ruido de bisagras, abrió la puerta.

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